lunes, 11 de abril de 2011

3 descubrimientos

Esta semana tienes a tu disposición, cavernero, tres de los descubrimientos del Espeleólogo Solitario. Descúbrelos y desentraña los secretos más recónditos del que quieras, o bien, si eres un explorador curioso, de los tres. Analiza las metáforas, observa la estructura, fíjate en la técnica, ¿de qué forma te entrega un sentimiento?, ¿a dónde te llevan las imágenes?, ¿cómo es el lenguaje que utiliza? anímate a ser crítico, lo que no significa que dejarás de ser un lector apasionado. Saca la mejor de tus picas, no olvides la pala, que un pequeño cuento puede dar mucho trabajo.
Puedes elegir entre estos tres escritores (pincha sobre la imagen):


Esta vez, saber quiénes fueron estos cavernícolas no es importante. Un cuento es un pequeño mundo cuyo autor, en muchos casos, es prescindible. De igual modo, si tu curiosidad es insaciable, no dejes de investigar.

3/5° Hallazgo

Eveline

James Joyce

Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contra las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba sentada.
Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.
¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:
-En la actualidad está en Melbourne.
Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba.
-Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando?
-Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor.
No lloraría mucho por tener que dejar la tienda.
Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña; pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -siete chelines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éste la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces ella debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado -una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no le parecía ésa una vida del todo indeseable.
Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una habitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer frecuentes visitas a la familia que vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la verja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. Así se conocieron. Él acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña Bohemia, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran afición por la música y cantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa. Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionante tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba al Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías. Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, continuar tales relaciones.
-Conozco a esos marineros... -dijo.
Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto con su enamorado.
La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la madre para hacer reír a los niños.
El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió al cuarto de la enferma.
-¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz!
Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esencia misma de su propio ser; aquella vida de sacrificios intrascendentes que desembocó en la locura final. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas:
-¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!
Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.
***
Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. Él la tenía de la mano, y ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelle estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones, entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No respondió. Sentía sus mejillas pálidas y frías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que la guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sido reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? La angustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.
-¡Ven!
Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro.
-¡Ven!
¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio de los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia.
-¡Eveline! ¡Evy!
Él se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento.


 Texto extraído aquí de www.ciudadseva.com

2/5° Hallazgo

Casa tomada

Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Texto extraído de aquí en www.ciudadseva.com

1/5° Hallazgo

Vida de Ma Parker

Katherine Mansfield
Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:
-Ayer lo enterramos, señor.
-¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento -dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:
-Espero que el entierro fuese bien.
-¿Cómo dice, señor? -dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.
¡Pobre mujer! Estaba acabada.
-Que espero que el entierro fuese bien... -repitió.
Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.
-Supongo que está abatida -dijo en voz alta, tomando un poco de mermelada.
Ma Parker se quitó los dos alfileres que le sujetaban la toca y la colgó detrás de la puerta. Se desabrochó la raída chaqueta y también la colgó. Luego se ató el mandil y se sentó para quitarse las botas. Ponerse o quitarse las botas era un verdadero martirio, pero lo había sido durante años. De hecho estaba ya tan acostumbrada a aquel dolor que su rostro se contraía en una mueca dispuesto a sentir el pinchazo mucho antes de que hubiese empezado a desatarse los lazos. Terminada esta operación, se recostó momentáneamente en la silla con un suspiro y empezó a frotarse suavemente las rodillas...

-¡Abuela, abuela! -gritaba su nietecillo subido con sus botines sobre su falda. Acababa de volver de jugar en la calle.
-¡Mira cómo le has dejado la falda a la abuela...! ¡Malo, más que malo!
Pero él le echaba los brazos al cuello y frotaba su mejillita contra la de ella.
-Abuelita, ¡danos una moneda! -le decía, zalamero.
-Fuera de aquí; ya sabes que la abuela no tiene dinero.
-Sí, sí tienes.
-No, no tengo.
-Sí, sí tienes. ¡Danos una moneda!
Y ella ya estaba buscando su bolso viejo y desvencijado de cuero negro.
-Muy bien, ¿y tú a cambio qué le darás a tu abuela?
El niño soltó una tímida risita y se apretujó más contra ella. Notó sus pestañas haciéndole cosquillas en la mejilla.
-Pero si yo no tengo nada... -murmuró el niño.

La anciana se levantó como impulsada por un resorte, tomó el hervidor de metal que estaba sobre la cocina de gas y la llevó hasta el fregadero. El ruido del agua llenando el hervidor amortiguó su dolor, o eso parecía. Aprovechó para llenar también el balde y el barreño.
Se necesitaría un libro entero para describir el estado de aquella cocina. Durante la semana el caballero literato «se las apañaba solo». Lo cual significaba que vaciaba una y otra vez los restos del té en un tarro de mermelada colocado ex profeso para tal fin, y cuando se quedaba sin tenedores limpios limpiaba uno o dos en un trapo de cocina. Por lo demás, como solía explicar a sus amigos, su «sistema» era bastante sencillo, y no acababa de entender cómo la gente tenía tantos problemas con la vida doméstica.
-No hay más que ensuciar todo lo que tienes, contratar a una vieja una vez por semana para que lo limpie todo, y ya está.
El resultado era una especie de descomunal basurero. Incluso el suelo estaba plagado de trozos de tostadas, sobres y colillas. Pero Ma Parker no le tenía inquina. Le daba lástima que aquel pobre caballero, todavía joven, no tuviese quién le cuidara. Por la ventanita tiznada se divisaba una inmensa extensión de cielo tristón, y siempre que había nubes parecía que fuesen nubes raídas, usadas, desgastadas por los bordes, agujereadas, como oscuras manchas de té.
Mientras el agua se calentaba Ma Parker empezó a barrer el suelo. «Sí -pensó, mientras la escoba iba dando bandazos-, entre una cosa y otra ya he soportado lo mío. Ha sido una vida dura.»
Incluso sus vecinos se lo decían. Muchas veces, cuando volvía exhausta a casa llevando aquella bolsa de pescado, les oía decir, entre ellos, mientras esperaban en una esquina, o se inclinaban sobre la verja de alguna casa: «Vaya una vida dura que le ha tocado vivir a la pobre Ma Parker». Y era tan cierto, que no sentía el menor orgullo por ello. Era como si alguien hubiese comentado que vivía en el sótano interior del número 27 ¡Qué vida más dura...!

A los dieciséis años había abandonado Stratford para ir a Londres como ayudante de cocina. Sí, había nacido en Stratford-on-Avon. ¿Shakespeare, decía? No, señor, todo el mundo le preguntaba siempre por él. Pero nunca había oído ese nombre hasta verlo en las carteleras de los teatros.
Ya no recordaba nada de Stratford excepto aquel «sentados junto al hogar podían verse las estrellas por la chimenea», y «mamá siempre había tenido sus lonjas de tocino colgando del techo». Y aún había algo más -una mata-, junto a la puerta de la casa, una mata que siempre olía maravillosamente. Pero la mata era algo muy difuso. Sólo la recordó una o dos veces en el hospital, la vez que había estado tan enferma.
Aquella casa había sido horrible: la primera casa. No la dejaban salir nunca. Nunca subía a la planta como no fuese para rezar por la mañana y por la noche. El sótano no estaba mal, pero la cocinera era una mujer cruel. Le quitaba las cartas que le escribía su familia antes de que hubiese tenido tiempo de leerlas y las echaba al fuego porque la hacían soñar... ¡Y las cucarachas! ¿Quién lo hubiera dicho, eh? Pues lo cierto era que hasta que había ido a Londres jamás había visto una cucaracha negra. Al llegar a este punto Ma siempre soltaba una risita, como si... ¡mira que no haber visto nunca una cucaracha! ¡vaya! Era como si alguien dijera que nunca se había visto los pies.
Cuando aquella familia fue desahuciada se fue como «ayudanta» a la casa de un doctor, y después de dos años allí, corriendo arriba y abajo todo el día, se casó con su marido. Un panadero.
-¡Un panadero, señora Parker! -exclamaba el caballero literato. Porque algunas veces dejaba de lado sus volúmenes y la escuchaba o, al menos, escuchaba ese producto llamado Vida-. ¡Debe de ser bastante bonito estar casada con un panadero!
La señora Parker no parecía tan segura.
-Es un oficio tan limpio -argüía el literato.
La señora Parker no estaba muy convencida.
-¿No le gustaba entregar el pan calentito a los clientes?
-Mire, señor -decía Ma Parker-, yo no subía a la tahona muy a menudo. Tuvimos trece niños y enterramos a siete. ¡Cuando aquello no era un hospital, era una enfermería, como quien dice!
-Ni que lo diga, señora Parker ni que lo diga -exclamaba el literato, estremeciéndose, y volviendo a empuñar la pluma.
Sí, siete habían muerto, y cuando los otros seis todavía eran pequeños su marido se volvió tísico. Harina en los pulmones, le había dicho a ella el médico... Su marido estaba sentado en la cama con la camisa subida hasta la cabeza, y el dedo del doctor trazó un círculo sobre su espalda.
-Fíjese, si ahora se abriese un agujero aquí, señora Parker, vería que tiene los pulmones embozados de pasta blanca. Respire, buen hombre, ¡respire hondo! -Y la señora Parker jamás supo si había visto o si había imaginado que veía una gran nube de polvo blanco salir de los labios de su pobre marido...
Y lo que había tenido que luchar para sacar adelante a aquellos seis renacuajos y para mantenerse en pie. ¡Había sido terrible! Y entonces, cuando ya empezaban a ser suficientemente mayores para ir al colegio, la hermana de su marido había ido a vivir con ellos para ayudarles un poco, y cuando todavía no llevaba allí dos meses se había caído por una escalera lastimándose el espinazo. Y durante cinco años Ma Parker cargó con otro niño -¡y vaya una cuando le daba por llorar!- a quien cuidar. Luego la pequeña Maudie optó por el mal camino y arrastró con ella a su hermana Alice; los dos chicos emigraron, y el pequeño Jim se fue a la India con el ejército, y Ethel, la más pequeña, se casó con un camarerillo pelafustán que murió de úlceras el año que nació el pequeño Lennie. Y ahora le había tocado al pequeño Lennie, mi nietecito...
Lavó y secó la pila de tazas y de platos sucios. Limpió los cuchillos negros con un trozo de patata y con el corcho de un tapón. Fregó la mesa, el aparador y el fregadero en el que flotaban colas de sardina...
Nunca había sido un niño demasiado fuerte, nunca, desde que nació. Era uno de esos bebés rubios a quien todo el mundo toma por una niña. Tenía rizos blancos, plateados, ojos azules, y un lunar, como un diamante, a un lado de la nariz. ¡Lo que les había costado a Ethel y a ella criarlo! ¡Habían probado tantas cosas que habían leído en los periódicos! Cada domingo por la mañana Ethel leía en voz alta mientras Ma Parker hacía la colada.

Señor director:
Sólo un par de líneas para comunicarle que mi pequeño Myrtil que se hallaba grave de muerte... Y tras cuatro frascos de... aumentó 8 libras en 9 semanas, y todavía continúa engordando.

Y entonces sacaban del aparador la huevera que servía de tintero y se escribía la carta, y al día siguiente por la mañana, camino del trabajo, Ma compraba el impreso para el giro postal. Pero no servía de nada. No había modo de que el pequeño Lennie engordase.
Ni siquiera llevándolo al cementerio cogía un poco de color; y un buen ajetreo en el autobús tampoco lograba que mejorase su apetito.
Aunque desde el principio había sido el niño mimado de su abuela...
-¿Quién te quiere a ti? -dijo la anciana Ma Parker abandonando los fogones y dirigiéndose hacia la mugrienta ventana. Y una vocecita tan cálida y próxima que casi la sobresaltó -pues parecía brotar de debajo de su corazón- se echó a reír, respondiendo: «¡La abuelita!».
En aquel momento se oyeron pasos y el literato apareció, vestido de calle.
-Señora Parker, voy a salir.
-Perfectamente, señor.
-Encontrará la media corona en la bandejita del tintero.
-Gracias, señor.
-Por cierto, señora Parker -dijo el caballero rápidamente-, ¿no tiraría usted por casualidad un poco de cacao la última vez que vino a limpiar, verdad?
-No, señor.
-¡Qué extraño! Hubiera jurado que quedaba una cucharadita de cacao en la lata -explicó-. Y -añadió amablemente pero con firmeza-: siempre que tire alguna cosa dígamelo, ¿eh, señora Parker? -Y salió muy contento de sí mismo, convencido, en realidad, de haberle demostrado a la señora Parker que, bajo su aparente despiste, era tan observador como una mujer.
Se oyó el portazo. Ma Parker tomó la escoba y el trapo del polvo y se encaminó al dormitorio. Pero cuando empezó a hacer la cama, tirando de las sábanas, metiéndolas bien y alisándolas, el recuerdo del pequeño Lennie se hizo insoportable. ¿Por qué había tenido que sufrir tanto? Eso era lo que ella no podía comprender. ¿Por qué aquel angelito había tenido que hacer esfuerzos sobrehumanos por respirar, luchando por cada gota de aire? No tenía ningún sentido que un niño sufriese de aquel modo.
Del pecho del niño, de aquella cajita, salía un sonido como si algo hirviese. Tenía un gran bulto, algo bulléndole en el pecho y no podía expulsarlo. Cuando tosía toda la cabecita se le cubría de sudor; los ojos se le saltaban, le temblaban las manos, y el gran bulto oscilaba como una patata dentro de un cazo. Pero lo peor de todo era que cuando no tosía permanecía sentado, recostado en la almohada, y nunca hablaba ni contestaba, incluso hacía como si no oyese. Se limitaba a quedarse con la mirada fija, como si estuviese ofendido.
-La abuelita no puede hacer nada, cariñín -decía Ma Parker, apartándole suavemente el pelo húmedo de las coloradas orejas. Pero Lennie movía la cabeza y se apartaba. Parecía tremendamente enfadado con ella... y solemne. Agachaba la cabeza y la miraba de reojo, como si nunca hubiera podido pensar que su abuela fuese capaz de aquello.
Cuando menos... Ma Parker echó la colcha sobre la cama. No, simplemente no podía pensar en ello. Era demasiado... le había tocado sufrir demasiado en esta vida. Y hasta ahora había aguantado, no había dejado que el sufrimiento hiciese mella en ella, y nadie la había visto llorar ni una sola vez. Nunca, nadie. Ni sus hijos la habían visto dejarse dominar por la desesperación. Siempre había mantenido la cabeza alta. ¡Pero ahora...! Lennie había muerto... ¿qué le quedaba? Nada. Era lo único que le quedaba en esta vida, y ahora también se lo habían llevado. «¿Por qué habrá tenido que ocurrirme precisamente a mí?», se preguntó.
-¿Qué he hecho? -dijo la anciana Ma Parker-. ¿Qué he hecho?
Y mientras pronunciaba estas palabras dejó caer inesperadamente el plumero. Y se encontró en la cocina. Se sentía tan desgraciada que volvió a ponerse el sombrero y las agujas que sujetaban la toca y la chaqueta y salió del apartamiento como una sonámbula. No sabía lo que hacía. Era como una persona que traumatizada por el horror de lo que le acaba de ocurrir, echa a andar... sin dirección alguna, simplemente como si andando pudiese alejarse...
En la calle hacía frío. Soplaba un viento helado. La gente pasaba con andar rápido, muy aprisa; los hombres caminaban como tijeras; las mujeres deslizándose como gatos. Pero nadie sabía nada, a nadie le preocupaba. Aunque se hubiese dejado llevar por la desesperación, aunque después de todos aquellos años se hubiese echado a llorar, tanto si le gustaba como si no, habría terminado por encontrarse metida en algún aprieto.
Y al pensar en la posibilidad de llorar fue como si el pequeño Lennie hubiera vuelto a saltar a sus brazos. Ah, sí, eso es lo que quiero hacer, pichoncito. La abuela quiere llorar. Si ahora pudiese romper a llorar, si pudiese llorar cuanto quisiera, por todo cuanto le había ocurrido, empezando por la primera casa en la que había servido y aquella cruel cocinera, siguiendo por la familia del doctor, por los siete hijos muertos, por la muerte de su marido, por la partida de los hijos, si pudiese llorar por todos aquellos años de miseria que llevaban hasta el pequeño Lennie. Pero llorar cabalmente por todas esas cosas requería muchísimo tiempo. De todos modos, había llegado el momento de hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía continuar aplazándolo ni un minuto más; ya no podía esperar... ¿Adónde podía ir?
«Una vida muy dura la de Ma Parker, muy dura.» ¡Sí, más de lo que creían, durísima! La barbilla le empezó a temblequear; no tenía tiempo que perder. Pero ¿adónde?, ¿adónde?
No podía ir a su casa; Ethel estaba allí. La pobre se hubiera llevado un susto de muerte. No podía sentarse en un banco en cualquier parte; la gente se pararía a hacerle preguntas. Y no podía regresar al hogar del caballero literato; no tenía ningún derecho a llorar en casa de otros. Y si se sentaba en la escalera de cualquier edificio algún policía le diría que estaba prohibido hacerlo.
¡Ay! ¿No existía ningún sitio donde pudiese esconderse, estar sola tanto como quisiera, sin que nadie la molestase y sin molestar a otros? ¿No existía ningún lugar en el mundo donde pudiese, por fin, solazarse llorando?
Ma Parker permaneció inmóvil, mirando a uno y otro lado. El gélido viento le hinchó el delantal como si fuese un globo. Y empezó a llover. No, aquel sitio no existía.

Texto extraído de aquí en www.ciudadseva.com

lunes, 4 de abril de 2011

4° Hallazgo

Su obra abarcó crítica literaria, ensayo, drama, poesía y narrativa. Uruguay dejó su marca en la literatura universal a través de su pluma. En sus letras sencillas, directas y coloquiales, Montevideo y sus habitantes, sus oficinas de trabajo, sus calles y sus hábitos quedan plasmados como si fueran ellos mismos uno de los personajes principales. Mario Benedetti (1920 -2009) se inmortalizaría en la literatura hispanoamericana con textos prolíficos que en su país revolucionaron la poesía con temas que anteriormente no eran considerados poéticos. La política, el periodismo y un exilio de doce años marcarían su vida y obra. La Tregua es una de sus novelas más recordadas.  

***

Los bomberos

Mario Benedetti


Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando".
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

Texto extraído de www.ciudadseva.com
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